24 de mayo de 2007

Humo de buen derecho y casos difíciles

A continuación copio íntegra una columna de opinión del diario La Ley del 26/11/2006, escrita por Ricardo A. Guibourg. Me pareció muy interesante y tiene buen nivel, y como ando sin tiempo para poner una entrada personal... bueno, acá va.
Les adelanto que cité varias partes de la misma en una apelación en un amparo. Vamos a ver cómo me va, después les cuento... En mi caso, considero que me resolvieron un caso difícil, como si fuera uno fácil, pero no les adelanto más... léanlo ustedes...

[Comienzo de la cita]
- Señor, quiero tomar un café mientras leo el diario.
- Claro, señor: tome asiento en cualquiera de estas mesas libres.
- Pero es que yo fumo.
- Ah, en ese caso tendrá que sentarse en las mesas exteriores, porque, como usted sabe, está prohibido fumar dentro del local.
- Es que afuera hay sólo dos mesas, y están ocupadas.
- Nada puedo hacer, señor. Esos fumadores llegaron antes que usted.
- No me parece suficiente razón. Esas personas están abusando de su prioridad, porque ninguna de ellas fuma. Deberían estar sentados adentro y dejar esos lugares libres para la gente como yo.
- Vamos a ver. Señor, usted que está sentado en una de las mesas exteriores, ¿fuma?
- Sí.
- Pero no está fumando ahora, ¿no?
- Es cierto. ¿A usted le gusta el buen vino?
- Sí.
- Pero no está bebiendo ahora, ¿verdad?
- Es que esta mesa es para fumar. Usted debería estar adentro.
- No, señor; en estas mesas está permitido fumar, pero no es obligatorio. Yo soy fumador y me gusta poder fumar cuando quiero. Sólo que en este preciso momento no quiero.
- Entonces, ¿por qué no va adentro?
- Porque adentro no tendría esta libertad. Y con esta discusión ya me están entrando ganas de fumar un cigarrillo, así que, si ustedes me disculpan, voy a hacer uso de mi derecho ahora mismo.
- Bien. Probemos entonces otra solución. Usted, señora, que seguramente ha oído lo que hablábamos en la mesa contigua, ¿es fumadora?
- No, jamás he fumado, pero no me molesta estar junto a alguien que fume. A cada uno su gusto.
- Si usted no fuma, ¿le molestaría trasladarse a una mesa interior?
- Sí, me molestaría. Estoy muy cómoda aquí, en un día fresco y soleado.
- Es que este lugar es para fumar.
- ¿Está discriminándome por no fumar? Aquel señor no estaba fumando, pero dijo que era fumador. ¿Y si yo también lo fuera? ¿O si, en este mismo momento, decidiera empezar a fumar? ¿Adquiriría el derecho de sentarme aquí al precio de dañar mi salud? ¿Me exigiría usted acreditar antigüedad o continuidad en el hábito, para excluir cualquier intento de simulación? Yo llegué antes: ¿este hombre va a expulsarme de aquí porque él tiene un vicio del que yo carezco? ¿Es eso legal? ¿Es eso justo?
*
Dice Manuel Atienza que hay casos fáciles, casos difíciles y casos trágicos. Un caso es fácil, dice, cuando "la subsunción de unos determinados hechos bajo una determinada regla no resulta controvertible a la luz de un sistema de principios"; en los casos difíciles "se da siempre una contraposición entre principios y valores"; en un caso trágico "no puede alcanzarse una solución que no vulnere un elemento esencial de un valor considerado como fundamental" (1).
Si la clasificación depende tan estrechamente de la concepción del derecho como un sistema compuesto ante todo por principios o valores (2), tal vez no pueda soslayarse la intensidad con la que cada conflicto golpee nuestra conciencia y, en ese contexto, la importancia que atribuyamos a los intereses en juego en la controversia concreta. Tal vez los casos trágicos sean los más difíciles, especialmente cuando involucran cuestiones de vida y de muerte. El supuesto de nuestro imaginario fumador no es de éstos, salvo en el largo plazo con el que amenaza la publicidad contra el tabaco. En sí mismo es un pequeño conflicto de la vida cotidiana, pero no deja por eso de ser difícil. ¿En qué consiste esa dificultad?
Sabemos que no está permitido fumar adentro y sí lo está afuera. Por supuesto, en ningún lado fumar es obligatorio. Tampoco se ha considerado jamás que declararse fumador fuera condición para ocupar un lugar donde fumar no estuviese prohibido. Pero bastan un poco de escasez y otro poco de intemperancia (que Ihering llamaría lucha por el derecho) para que el conflicto parezca difícil al trabajador gastronómico que, acaso imprudentemente, asumió la tarea de resolverlo. Un empeño extremadamente formalista podría proponer un censo de fumadores y obligar a los censados a llevar una identificación cosida a su ropa, que a la vez les asegurase prioridad en mesas exteriores, para proteger su derecho, pero se la restara en las interiores, para dar allí preferencia a quienes no fuman. Alguna vez, la obligación y la consecuencia de llevar distintivos o la prioridad
en los asientos del transporte colectivo alcanzaron el nivel de la tragedia. Claro que no se trataba allí de fumar o no fumar, sino de temas incomparablemente más graves.
Un caso difícil, al parecer, no es lo mismo que un caso complicado. Para los casos complicados están la atención, el análisis y la síntesis: un esfuerzo principalmente cognoscitivo. Para los difíciles, la cavilación, la preferencia y el compromiso: una decisión profundamente valorativa. A quien tenga que adquirir y aplicar un conocimiento podemos exigir — con mejor o peor éxito— capacidad para desentrañar lo que, allá en el fondo, es obvio. Pero ¿quién puede asumir abiertamente la función de valorar por otros? Los legisladores lo hacen, pero cuentan con la justificación (o con la coartada) de su representación comunitaria. Valoran en público, con efecto general y asumiendo responsabilidad política por sus disonancias más notorias. Los jueces lo hacen casi en privado, con alcance limitado primariamente a las partes y sin consultar más que su conciencia (3).
Tal vez aquí resida la diferencia postulada entre casos fáciles y casos difíciles: en el afán de asimilarlo todo a la actitud cognoscitiva y de atribuir las vacilaciones entre preferencias opuestas a alguna clase de oscuridad metodológica pasible de ser resuelta erga omnes. ¿Vida del embrión o libertad de la mujer embarazada? ¿Privacidad o derecho público a la información? ¿Irretroactividad de la ley penal o consagración de una impunidad largamente impuesta? ¿Soberanía del electorado o depuración moral de los candidatos electos? ¿Protección del trabajador o competitividad de las empresas? Mientras todos, juristas o mozos de café, buscamos la respuesta correcta a los casos difíciles, vemos cómo el buen derecho (aquel que todos podamos entender y acatar más allá de nuestras apetencias personales) se nos hace humo, como el cigarrillo del aspirante a parroquiano. Y, convertidos en modernas pitonisas, tratamos de distinguir entre sus volutas alguna críptica señal de los dioses.
(1) ATIENZA, Manuel, "Constitucionalidad y decisión judicial", en Isonomía 6, México, 1997, p. 7.
(2) Un profundo análisis del concepto de casos difíciles puede consultarse en NAVARRO, Pablo E., "Sistema jurídico, casos difíciles y conocimiento del derecho", en Doxa 14, Alicante, 1993, p. 243.
(3) En este tema, la ley, la jurisprudencia y la doctrina no hacen otra cosa que exhibir propuestas: si sólo se tratara de acatarlas, la decisión no sería valorativa.

19 de mayo de 2007

La sana discreción de la Corte viola el principio de igualdad

Por HÉRCULES

En 1990 la Corte Suprema fue habilitada por el Congreso para actuar conforme a su discreción.[1] Antes sólo podía actuar conforme a derecho.
Los legisladores, eso sí, tuvieron la astucia de poner una pequeña cláusula que limitáse concretamente ese enorme poder que dieron a la Corte: la mentada discreción debía ser “sana”. Eso nos dejó mucho más tranquilos.
¿Pero cómo controlar la “sanidad” del ejercicio de ese poder discrecional? Pues los sabios parlamentarios no lo dijeron. ¿Lo previeron? No lo sabemos.
Y no malicie el sagaz lector la estulticia de los legisladores, que nuestros licurgos no son gente de tomar decisiones apresuradas y sin reflexión.
Por eso sorprenden dos recientes sentencias del alto tribunal, en una de las cuales se viola palmariamente el principio de igualdad al utilizar aquel poder discrecional.
La primera de ellas es la dictada en la causa “Salcedo, Alberto v. Transportes Metropolitanos General Roca S.A”, del 16/11/2004. Allí la Corte revocó la sentencia de la Cámara Nac. Civil, sala G, que había rechazado la demanda por daños y perjuicios entablada por el actor contra Transportes Metropolitanos General Roca S.A. por las lesiones sufridas a raíz de la caída desde un tren de pasajeros en movimiento. La Cámara había basado su decisión en que “las puertas abiertas del tren se habían eregido en una costumbre abrogatoria de la reglamentación; que dicha situación había sido la condición y no la causa eficiente del accidente, y que el hecho ocurrió por la conducta del transportado, que se había parado en el habitáculo de acceso al vagón, a la que se agregaba como concausa la proveniente de los impetuosos e irrespetuosos pasajeros que, al empujar al demandante, habían contribuído a provocar su caída” (consid. 3).
La Corte dejó sin efecto esa decisión, afirmando que los daños personales sufridos por los viajeros se rigen por el art. 184 del Código de Comercio, por lo que la prueba del hecho y su relación de causalidad con el daño incumben al actor, mientras que al demandado incumbe acreditar la existencia de fuerza mayor, culpa de la víctima o de un tercero por quien no debe responder, para eximirse de responsabilidad. Consideró el alto tribunal que la empresa ferroviaria incumplió su deber de transportar sano y salvo al pasajero a su lugar de destino, ya que el accidente podría haber sido evitado si la demandada hubiese instruído a sus empleados para que controlasen que los pasajeros no se ubicasen en lugares peligrosos o que las puertas estuviesen cerradas cuando el convoy se encontrase en marcha.
El segundo caso, resuelto una semana después, el 23/11/2004, es “Morales, Jesús del Valle v. Transportes Metropolitanos General San Martín S.A”. También allí el actor reclamaba una indemnización a la compañía ferroviaria por la caída desde un tren en movimiento, sin embargo la Corte hizo uso de la facultad que le concedió el Congreso en 1990[2] y rechazó su recurso extraordinario.
El principio de igualdad impone a los jueces dar la misma solución a casos sustancialmente iguales[3], y lo eran “Salcedo” y “Morales”. En ambos casos el actor viajaba en el compartimiento final del vagón, en ambos casos las puertas estaban abiertas, en ambos casos la Cámara había rechazado la demanda atribuyendo culpa exclusiva a la víctima…
Parece ser que, como señalara Julio Chiappini, la “sana” discreción que el Congreso otorgó a la Corte en 1990 sólo ha servido para aumentar su poder hasta convertirlo en omnímodo, cual úcase de los zares.[4] Y que, como ha dicho Víctor Trionfetti, “la ‘convicción íntima’ o ‘sana discreción’ no expresan nada, son patentes de corso para la arbitrariedad. Son frases sin límite, agujeros negros que atrapan a la razón y decoloran lo que la propia Corte y su doctrina pretenden defender bajo el rótulo de ‘debido proceso legal’”.[5]
Se ha cumplido, pues, la aciaga profecía que hicera Néstor Sagüés en un señero artículo publicado luego de sancionada la ley 23.774.[6] Señalaba allí el maestro rosarino que una selección de casos “a gusto y paladar” de la Corte lesionaría el principio de igualdad que impone el art. 16 de la Constitución Nacional. Con tono prudente preguntaba: “¿es constitucionalmente válido que dos casos similares sean atendidos de distinto modo, uno aceptado y otro rechazado, porque –aun siendo los dos intrascendentes- a la Corte le agradó considerar al primero, y no entrar a juzgar al segundo?”. La respuesta… es obviamente negativa.


[1] Conf. ley 23.774.
[2] El texto que la ley 23.774 diera al art. 280 del CPCCN. reza lo siguiente: “la Corte, según su sana discreción, y con la sola invocación de esta norma, podrá rechazar el recurso extraordinario, por falta de agravio federal suficiente o cuando las cuestiones planteadas resultaren insustanciales o carentes de trascendencia”.
[3] Bidart Campos, Germán J., Manual de la Constitución reformada, T. I, Ediar, Buenos Aires, 1996, p. 537.
[4] Chiappini, Julio, Aspectos indeseables del certiorari, J.A. 1998-II-662.
[5] Trionfetti, Víctor R., Reflexiones acerca del artículo 280 del CPCCN: Un aporte constructivo a la ley 402, Revista Argentina de Derecho Constitucional, Año II, N° 3, Buenos Aires, 2001, p. 313, 319. En similar sentido, Sabelli, Héctor E., El rechazo “sin motivación” del Recurso extraordinario cuando la cuestión federal es intrascendente, ¿es constitucional?, J.A. 2003-I-1343.
[6] Sagüés, Néstor P., El “writ of certiorari” argentino (Las reformas de la ley 23.774 respecto al recurso extraordinario), L.L. 1990-C-717.